miércoles, 15 de mayo de 2019

Los colores del incendio


Los colores del incendio

Después de una temporada de lecturas históricas y ensayos varios, resulta doblemente placentero embarcarse en la lectura de una novela en el sentido más decimonónico de la palabra. Y es que el seguimiento de las peripecias de una mujer de la alta sociedad parisina en el período de entreguerras no dejan lugar para el aliento, el deseo de pasar páginas y avanzar en la trama se apodera una vez más con la fuerza de las mejores historias. Una dama que, por su condición de género, no recibió la educación apropiada para dirigir los negocios familiares, tarea destinada a su hermano varón que ni tenía interés en ello ni el devenir de los tiempos se lo permitieron, con las desgraciadas secuelas que dejó en él la participación en la Gran Guerra. Todo esto era tema de una anterior novela de Lemaître, magníficamente llevada al cine, Nos vemos allá arriba (Au revoir, là-haut!). En esta que nos ocupa, Madeleine Péricourt va a demostrar que su capacidad supera todas las expectativas y que, si bien no supo mantener el patrimonio familiar tal y como su padre sospechaba y propició, sabrá resurgir de las cenizas del incendio que la abrasó a ella y a su frágil hijito, para diseñar una empresa mucho más difícil y compleja, la de organizar la venganza y saber esperar fríamente a “ver pasar  el cadáver de sus enemigos”.

Aunque los personajes son todos pura ficción, el contexto histórico, las conspiraciones y los perfiles personales están inspirados en la realidad de un tiempo en el que la mancha del fascismo se extendía por Europa. Una situación que parecía irrepetible y que, con tanta inconsciencia generalizada, está intentado de nuevo colarse en el viejo y en el nuevo continente. Por eso, resulta deliciosamente conmovedora, la carta del pequeño y frágil Paul en la que muestra su determinación e intransigencia con quienes flirtean con ideas supremacista.

 Querida Solange:
Su decisión de ir a cantar a Berlín me preocupa mucho. Leo en los periódicos que hay allí muchas personas que sufren, entre ellas numerosos músicos. No entiendo mucho del tema, lo reconozco, pero he visto fotos de la quema de libros y el saqueo de tiendas judías. Lo que me entristece no es que cante en Berlín, sino verla tan entusiasmada con la gente que hace esas cosas. No sé cómo decírselo. Antes de coger la pluma, he estado dándole vueltas a las palabras mucho rato. Le debo a usted mucho. Cuando oí su voz por primera vez fue como si volviera a nacer. Si sigo vivo es gracias a usted. Pero lo que está haciendo ahora no cabe en mi vida. Por eso le escribo: para darle las gracias de todo corazón, pero también para decirle que no volveré a contestar sus cartas porque la persona a la que le gusta esa gente, sin preocuparse por el resto, ya no es la persona que tanto me gustaba a mí.

martes, 30 de abril de 2019

Tierra de mujeres


¿Y si el problema de la despoblación comenzó por la falta de atención y la constante discriminación hacia todas las mujeres de nuestros pueblos? Se pregunta María Sánchez, la joven veterinaria que compagina vocación rural y literaria. Y bien cierto es que, aunque el problema  de la despoblación es muy complejo y hunde sus raíces en la Historia de este país, si la cuestión de género no fue el desencadenante principal, ha sido un factor clave desde la segunda mitad del s.XX hasta ahora mismo.  

Una obra que reivindica la cultura de los pueblos, el trabajo y la sororidad de las mujeres que lo habitan y se rebela contra el concepto tan extendido del vacío español. “No somos la España vacía. Somos un territorio lleno de vida. De personas, de historias, de oficios, de comunidades”, un territorio que tiene voz propia, que no necesita que nadie venga de la ciudad para construirle el relato. Muchos de nuestras abuelas y abuelos nunca fueron con la cabeza alta por ser de pueblo. Esperaban que vinieran de afuera para aprender. Ellos siempre los invisibles, los callados, los analfabetos… Ahora nos toca a nosotras construir nuestra narrativa” Y a ello se aplica con entusiasmo porque comparte el pensamiento de otra gran escritora de nuestro tiempo, Chimamanda Ngozi Adichie, “el silencio es un lujo que no podemos permitirnos”. Es una idea que le obsesiona y que repite y explica reiteradamente a lo largo de las páginas, la necesidad de escribir sobre el mundo rural desde dentro, porque se escribe mucho pero desde la ciudad, cayendo en la idealización pero sin una preocupación seria, por mucho que el tema esté de moda. Y su crítica alcanza también al feminismo y a las instituciones. Al primero de ellos porque ha sido un movimiento profundamente ciudadano, que ha olvidado a las mujeres de los pueblos, mujeres que siguen a la sombra, en un medio rural diverso que no tiene una única cara y voz. Se sorprende la autora de los colectivos que surgen en las ciudades buscando como fin la comunidad, el intercambio de saberes o ayudas, la sororidad, la creación de vínculos… olvidándose de que esas actitudes están y han estado siempre presentes en los pueblos, en esas mujeres que mantenían la puerta de su casa abierta, siempre pendientes unas de otras, cuidándose entre ellas…”Siempre he pensado que lo radical y lo realmente innovador sucede en nuestros márgenes. En nuestros pueblos.  Lazos nuevos, tejidos que se crean, proyectos rompedores, ideas maravillosas, asociaciones, colectivos … y las que están detrás, mayoritariamente son las mujeres” Y al mundo institucional porque  es urgente que la PAC implemente de una vez una perspectiva de género. Su actividad no sólo es importante para los habitantes del campo, también la necesitan los que viven en las ciudades. De ella depende que se mantengan nuestros ecosistemas y que dejen de vaciarse de una vez nuestros pueblos”.

En una segunda parte del libro, María fija la mirada en tres mujeres de su familia. Mujeres invisibles que sólo comienzan a existir cuando se convierten en madres. Nunca existieron por sí mismas,  siempre con ellos, detrás de o junto a” (¿os suena?) Seguro que si cada uno de nosotros piensa en las mujeres de su genealogía no le resulta difícil encontrar este perfil, mujeres a las que se les brinda voz una vez que tienen hijos y a las que la autora reconoce en este momento de su vida. Empezando por su tatarabuela Pepa, el alcornoque cuyas raíces sustentan la familia, “una mujer, nacida entre 1860 y 1870, que llevaba la casa y tomaba las decisiones”. Ella era la cabeza y el corazón. Su marido, las manos que nunca paraban de trabajar. Una madre que cada noche "tenía que saber del trabajo de cada hijo para irse a dormir tranquila. Que sabía reconocer perfectamente de qué encina o de qué alcornoque estaban hablando sus hijos. Porque ella seguía allí, con ellos, aunque no los viera ni los tocara". Y cuando leo esto no puedo dejar de evocar la imagen de mi madre, en el otoño del 92, en la cama de un hospital recordando todas las finquitas de la casa familiar, con sus lindes en cada uno de los puntos cardinales y el nombre de los propietarios. Mujeres que crecieron en simbiosis total con la tierra y sus frutos.

La segunda, es su abuela Carmen. Una mujer que nació y creció en una casita con huerto, que desde pequeña tuvo que ir sola todos los días a llevar la comida a los hombres que trabajaban en el campo, una hora de camino a pie. Que no sabía escribir porque no fue a la escuela pero que llevaba el huerto ella sola, sabía recoger las semillas, secarlas, guardarlas… hacerlas germinar en el momento exacto, cuidar las gallinas, arreglar las aceitunas, hacer conservas, dejar bien colocadas las patatas en el desván, encalar las paredes, ir a la cooperativa y a sus olivos, llevar las cuentas de la casa, criar los hijos … mientras el marido estaba lejos, en la emigración… “Las manos de mi abuela no saben de libros y cuadernos, pero sí del frío y de la tierra” ¿A que también os suena? A mí me recuerda una vez más a mi abuela Manuela, que tampoco sabía leer ni escribir pero, como tantas veces me han oído algunos, hablaba francés porque había estado sirviendo al otro lado de los Pirineos. “Pertenecen al clan de las mujeres que llevan una espigada clavada en el pecho.”

La última en la cadena de esas tres mujeres es su madre, Carmen también, como la abuela. “Mi madre ha sido una completa desconocida para mí durante muchos años. No quería parecerme a ella, no quería terminar como ella”. Parece mentira que una autora tan joven sea capaz de expresar con tanta profundidad y rigor el proceso al que a otras nos ha costado casi media vida llegar. Una madre a la que describe con gran precisión como la “hija de un hermano único. Todo para su hermano, nada para ella. No renunció, no habló, no se quejó”. Mientras el hermano iba al colegio, ella caminaba junto a su madre durante una hora al olivar familiar, después de dejar la casa lista y la comida preparada. La historia de esta madre es la misma de tantas  mujeres de este país que dedicaron su vida entera a su familia, poniéndose ellas mismas en la última posición. A María, enamorada de su pueblo, aunque no hubiera nacido en él, le enfadaba que su madre le dijera que no le gustaba el campo, que no tenía ganas de ir al pueblo, le costó entender que lo que para ella era libertad, contacto con la naturaleza, con los animales que tanto adoraba, con sus raíces… para su madre sólo significaba el recuerdo del trabajo y el sacrificio. Y en este punto a mí me recuerda también la aversión que tenía mi propia madre a “ir a comer al campo” y que ella justificaba con un argumento similar, estaba muy cansada de llevar la comida a los hombres y tener que comer con ellos sentada en el suelo. En el libro se explica muy bien cómo el relato de muchas mujeres con el medio rural está a años luz de distancia del que han hecho otros hombres (cita a Miguel Delibes y a Rodríguez de la Fuente). El género, la familia y las circunstancias marca las distancias. Mientras unos contemplan, observan, cuidan, cazan y disfrutan; otras trabajan sin descanso. Es por eso, apunta, que no hay mujeres escritoras de esa generación que escriban desde y en el medio rural. “Las mujeres del campo no podían contar sus historias porque la mayoría no sabía escribir. Porque se les negó el placer de la lectura, ir a la escuela, poder decidir a qué dedicarse, en qué formarse. Se les negó la cultura por completo”. ¿Será por ello que las que pudieron huyeron sin pensárselo dos veces? (Y con esto volvemos a la tesis del principio, la clave de la despoblación).

Y cómo no copiar también letra por letra el terrible y esperanzador  párrafo del epílogo de esta intensa y necesaria obra: 

Nuestro medio rural morirá si no sabemos transmitir a los que vienen su importancia y su cuidado. Y no sólo nuestro medio rural, sino toda la biodiversidad que vive en él, nuestro pueblos, nuestras costumbres, nuestras historias. Nuestra cultura, así, sin el adjetivo rural, porque es cultura y es de todos. Debemos aprender a mirar y transmitir. Preguntar a nuestras abuelas, a nuestras madres. Dar importancia a nuestras historias, a nuestras aldeas. Preguntar, contar, escuchar, cuestionarse una y otra vez. Mirar más allá. Mancharse las manos de tierra Dejar que los que vienen, los niños y niñas del futuro, se manchen también. Se empapen de tierra y animales, de historias de sus mayores, darles la mano, que quieran visitar y habitar una casa llena de raíces y patrimonio que aún está por construirse

lunes, 11 de febrero de 2019

Cierta luz que deslumbra







Visitar la exposicion Cierta luz organizada por el    colectivo 4F en la Lonja de Zaragoza ha sido una sucesión de impresiones y emociones. Frente a la fotografía de Maysun del humo de la guerra en el cielo de Gaza en 2014, por extraño que parezca, me ha asaltado la evocación de otros cielos, los de la Vista de Delft del maestro Vermeer, "el cuadro más bello del mundo". Belleza y destrucción, sosiego y frenesí, arte y emoción, síntesis de lo que somos, de lo mejor y peor del ser humano, retratado por los testigos de cada época. 





 
La determinación en la mirada de la mujer yemení fijada en el objetivo de Judith Prat nos grita a los espectadores que siempre quedarán almas invencibles que nos devuelvan la fe. Y las entrañables fotos de Divina Campo me han devuelto la  Huesca, la huesqueta, que conocí en mi infancia, la de la leche en polvo de los americanos, el baño en el balde de zinc y, sobre todo, el clasismo que se respiraba, el de las señoras de buenas y victoriosas familias católicas y apostólicas que marcaban distancia con las criadas de origen campesino, en su mayoría, y perdedoras. Con Divina yo sí que he notado la oquedad, la ausencia de su mirada que retiró para casarse y formar familia (como era costumbre en la época). Si no hubiera sido así quizás hubiera alcanzado a fotografiar a esa misma niña que copia disciplinadamente la devota consigna en la pizarra, portando una pancarta en la que se rebelara contra esos mismos dogmas tan pretendidamente fijados en su espíritu. 






Impresionante el mural de fondo con las muchachas en bombachos en plena tabla gimnástica. Puedo decir que yo estaba allí. Y esto sólo son unos mínimos flashes de todo lo sentido en la visita, que no será la única pues tengo que volver para recoger más impresiones.