martes, 30 de abril de 2019

Tierra de mujeres


¿Y si el problema de la despoblación comenzó por la falta de atención y la constante discriminación hacia todas las mujeres de nuestros pueblos? Se pregunta María Sánchez, la joven veterinaria que compagina vocación rural y literaria. Y bien cierto es que, aunque el problema  de la despoblación es muy complejo y hunde sus raíces en la Historia de este país, si la cuestión de género no fue el desencadenante principal, ha sido un factor clave desde la segunda mitad del s.XX hasta ahora mismo.  

Una obra que reivindica la cultura de los pueblos, el trabajo y la sororidad de las mujeres que lo habitan y se rebela contra el concepto tan extendido del vacío español. “No somos la España vacía. Somos un territorio lleno de vida. De personas, de historias, de oficios, de comunidades”, un territorio que tiene voz propia, que no necesita que nadie venga de la ciudad para construirle el relato. Muchos de nuestras abuelas y abuelos nunca fueron con la cabeza alta por ser de pueblo. Esperaban que vinieran de afuera para aprender. Ellos siempre los invisibles, los callados, los analfabetos… Ahora nos toca a nosotras construir nuestra narrativa” Y a ello se aplica con entusiasmo porque comparte el pensamiento de otra gran escritora de nuestro tiempo, Chimamanda Ngozi Adichie, “el silencio es un lujo que no podemos permitirnos”. Es una idea que le obsesiona y que repite y explica reiteradamente a lo largo de las páginas, la necesidad de escribir sobre el mundo rural desde dentro, porque se escribe mucho pero desde la ciudad, cayendo en la idealización pero sin una preocupación seria, por mucho que el tema esté de moda. Y su crítica alcanza también al feminismo y a las instituciones. Al primero de ellos porque ha sido un movimiento profundamente ciudadano, que ha olvidado a las mujeres de los pueblos, mujeres que siguen a la sombra, en un medio rural diverso que no tiene una única cara y voz. Se sorprende la autora de los colectivos que surgen en las ciudades buscando como fin la comunidad, el intercambio de saberes o ayudas, la sororidad, la creación de vínculos… olvidándose de que esas actitudes están y han estado siempre presentes en los pueblos, en esas mujeres que mantenían la puerta de su casa abierta, siempre pendientes unas de otras, cuidándose entre ellas…”Siempre he pensado que lo radical y lo realmente innovador sucede en nuestros márgenes. En nuestros pueblos.  Lazos nuevos, tejidos que se crean, proyectos rompedores, ideas maravillosas, asociaciones, colectivos … y las que están detrás, mayoritariamente son las mujeres” Y al mundo institucional porque  es urgente que la PAC implemente de una vez una perspectiva de género. Su actividad no sólo es importante para los habitantes del campo, también la necesitan los que viven en las ciudades. De ella depende que se mantengan nuestros ecosistemas y que dejen de vaciarse de una vez nuestros pueblos”.

En una segunda parte del libro, María fija la mirada en tres mujeres de su familia. Mujeres invisibles que sólo comienzan a existir cuando se convierten en madres. Nunca existieron por sí mismas,  siempre con ellos, detrás de o junto a” (¿os suena?) Seguro que si cada uno de nosotros piensa en las mujeres de su genealogía no le resulta difícil encontrar este perfil, mujeres a las que se les brinda voz una vez que tienen hijos y a las que la autora reconoce en este momento de su vida. Empezando por su tatarabuela Pepa, el alcornoque cuyas raíces sustentan la familia, “una mujer, nacida entre 1860 y 1870, que llevaba la casa y tomaba las decisiones”. Ella era la cabeza y el corazón. Su marido, las manos que nunca paraban de trabajar. Una madre que cada noche "tenía que saber del trabajo de cada hijo para irse a dormir tranquila. Que sabía reconocer perfectamente de qué encina o de qué alcornoque estaban hablando sus hijos. Porque ella seguía allí, con ellos, aunque no los viera ni los tocara". Y cuando leo esto no puedo dejar de evocar la imagen de mi madre, en el otoño del 92, en la cama de un hospital recordando todas las finquitas de la casa familiar, con sus lindes en cada uno de los puntos cardinales y el nombre de los propietarios. Mujeres que crecieron en simbiosis total con la tierra y sus frutos.

La segunda, es su abuela Carmen. Una mujer que nació y creció en una casita con huerto, que desde pequeña tuvo que ir sola todos los días a llevar la comida a los hombres que trabajaban en el campo, una hora de camino a pie. Que no sabía escribir porque no fue a la escuela pero que llevaba el huerto ella sola, sabía recoger las semillas, secarlas, guardarlas… hacerlas germinar en el momento exacto, cuidar las gallinas, arreglar las aceitunas, hacer conservas, dejar bien colocadas las patatas en el desván, encalar las paredes, ir a la cooperativa y a sus olivos, llevar las cuentas de la casa, criar los hijos … mientras el marido estaba lejos, en la emigración… “Las manos de mi abuela no saben de libros y cuadernos, pero sí del frío y de la tierra” ¿A que también os suena? A mí me recuerda una vez más a mi abuela Manuela, que tampoco sabía leer ni escribir pero, como tantas veces me han oído algunos, hablaba francés porque había estado sirviendo al otro lado de los Pirineos. “Pertenecen al clan de las mujeres que llevan una espigada clavada en el pecho.”

La última en la cadena de esas tres mujeres es su madre, Carmen también, como la abuela. “Mi madre ha sido una completa desconocida para mí durante muchos años. No quería parecerme a ella, no quería terminar como ella”. Parece mentira que una autora tan joven sea capaz de expresar con tanta profundidad y rigor el proceso al que a otras nos ha costado casi media vida llegar. Una madre a la que describe con gran precisión como la “hija de un hermano único. Todo para su hermano, nada para ella. No renunció, no habló, no se quejó”. Mientras el hermano iba al colegio, ella caminaba junto a su madre durante una hora al olivar familiar, después de dejar la casa lista y la comida preparada. La historia de esta madre es la misma de tantas  mujeres de este país que dedicaron su vida entera a su familia, poniéndose ellas mismas en la última posición. A María, enamorada de su pueblo, aunque no hubiera nacido en él, le enfadaba que su madre le dijera que no le gustaba el campo, que no tenía ganas de ir al pueblo, le costó entender que lo que para ella era libertad, contacto con la naturaleza, con los animales que tanto adoraba, con sus raíces… para su madre sólo significaba el recuerdo del trabajo y el sacrificio. Y en este punto a mí me recuerda también la aversión que tenía mi propia madre a “ir a comer al campo” y que ella justificaba con un argumento similar, estaba muy cansada de llevar la comida a los hombres y tener que comer con ellos sentada en el suelo. En el libro se explica muy bien cómo el relato de muchas mujeres con el medio rural está a años luz de distancia del que han hecho otros hombres (cita a Miguel Delibes y a Rodríguez de la Fuente). El género, la familia y las circunstancias marca las distancias. Mientras unos contemplan, observan, cuidan, cazan y disfrutan; otras trabajan sin descanso. Es por eso, apunta, que no hay mujeres escritoras de esa generación que escriban desde y en el medio rural. “Las mujeres del campo no podían contar sus historias porque la mayoría no sabía escribir. Porque se les negó el placer de la lectura, ir a la escuela, poder decidir a qué dedicarse, en qué formarse. Se les negó la cultura por completo”. ¿Será por ello que las que pudieron huyeron sin pensárselo dos veces? (Y con esto volvemos a la tesis del principio, la clave de la despoblación).

Y cómo no copiar también letra por letra el terrible y esperanzador  párrafo del epílogo de esta intensa y necesaria obra: 

Nuestro medio rural morirá si no sabemos transmitir a los que vienen su importancia y su cuidado. Y no sólo nuestro medio rural, sino toda la biodiversidad que vive en él, nuestro pueblos, nuestras costumbres, nuestras historias. Nuestra cultura, así, sin el adjetivo rural, porque es cultura y es de todos. Debemos aprender a mirar y transmitir. Preguntar a nuestras abuelas, a nuestras madres. Dar importancia a nuestras historias, a nuestras aldeas. Preguntar, contar, escuchar, cuestionarse una y otra vez. Mirar más allá. Mancharse las manos de tierra Dejar que los que vienen, los niños y niñas del futuro, se manchen también. Se empapen de tierra y animales, de historias de sus mayores, darles la mano, que quieran visitar y habitar una casa llena de raíces y patrimonio que aún está por construirse