sábado, 31 de octubre de 2009

Viaje al infierno


En este primero de noviembre yo sigo viajando. A mi modo, sin muchos preparativos ni gastos, callejeando, abriendo nuevas ventanas y asomándome a otros paisajes, incluso al mismo infierno ... porque no se me ocurre otra palabra para describir Kabul, la ciudad donde viven Mariam y Laila, las dos protagonistas de la hermosa novela de Khaled Hosseini, Mil soles espléndidos. Sometidas a la peor de las torturas: el abandono, la pérdida, el encierro, el maltrato, el desprecio, la negación absoluta, la desesperanza, ... Aunque tengamos noticia de esa realidad por los medios y especialmente por reportajes magníficos como los de Gervasio Sánchez que tan bien se conoce el terreno, entrar en la intimidad de esas vidas, de una manera tan cruda y realista como nos permite la lectura de este libro, conmueve de tal modo que en determinados momentos hay que cerrarlo para poder digerir el sentimiento de horror y vergüenza que nos invade. Vergüenza por formar parte de una especie animal de la que algunos de sus individuos son capaces de cometer semejantes atrocidades con sus congéneres, cebándose especialmente en las mujeres, cosificándolas y negando su condición de personas.
Leyes impuestas por los talibanes a las mujeres: “No hablaréis a menos que os dirijan la palabra. No miraréis a los hombres a los ojos. No reiréis en público. Si lo hacéis, seréis azotadas. No os pintaréis las uñas. Si lo hacéis, se os cortará un dedo. Se prohíbe trabajar a las mujeres. Se prohíbe a las niñas asistir a la escuela. Todas las escuelas para niñas quedan clausuradas”.

Sin embargo, en la novela también encontramos lo mejor de esa misma especie humana, el amor, la amistad, la ternura, el sacrificio, ... y la voluntad de lucha y resistencia, el amor por la tierra, el afán por cambiar esa negra realidad. Imprescindible leerla para entender en qué mundo vivimos y actuar en consecuencia.

(Foto de Gervasio Sánchez)

martes, 13 de octubre de 2009

Galeano y Obama





La violencia engendra violencia, como se sabe; pero también engendra ganancias para la industria de la violencia, que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo.

Al mismo Galeano autor de la cita anterior le preguntaron el fin de semana pasado en la SER su opinión sobre la concesión del Premio Nobel de la Paz a Obama. Su respuesta, clara y simple como todos sus escritos, hizo referencia a que, al margen de la simpatía que despierta el nuevo presidente de los EEUU y de sus buenas intenciones, lo incuestionable es que está prisionero de la economía de guerra que rige en su país.

Sinsentido


El sentido común es el menos común de los sentidos. Tendría 18 años cuando escuché esta frase por primera vez al profesor de Pedagogía en la Escuela de Magisterio de Huesca y no sé si la entendí pero me quedé con ella. Muchos años después, puedo afirmar que D. Jesús Díaz tenía mucha razón. Frecuentemente rememoro este paradójico axioma, la última hace muy poco cuando, en medio de la marabunta de gente que invade las calles de esta Zaragoza festiva, me voy encontrando a cada paso con grupos de jóvenes adolescentes (y no tan adolescentes) sentados en cualquier rincón de cualquier jardín o descampado junto a las inconfundibles bolsas de plástico que han porteado por toda la ciudad en las que cargan botellas de refrescos y bebidas alcohólicas para combinados varios. Si la noche está relativamente avanzada, es también muy fácil encontrarse ya con abundantes individuos (yo diría que más chicas que chicos) a los que tanta euforia de golpe les deja bastante deteriorados y precisan de un amigo o una compañera que, con cara de infinita comprensión y lástima, unas veces, y con mucho cachondeo y juerga otras, les ayuda a caminar, les acompaña en el trance o, directamente, los carga encima. Y es en esos momentos cuando, a riesgo de ser considerada retrógrada, y venciendo mi propio prejuicio al respecto, viene a mi pensamiento eso de que el sentido común es el menos común ... y es que, en virtud de una paternalista actitud de tolerancia y permisividad no se ha sabido o no se ha querido poner coto a tiempo y ahora estamos viendo la dificultad de hacerlo. La convicción de tener derecho (cuando no necesidad) de emborracharse se ha extendido peligrosamente entre los menores y la complacencia generalizada nos ha convertido en cómplices de esta degeneración moral y personal que ahora no podemos frenar. Cuando se intenta, nos encontramos con una turba violentamente movilizada en defensa de su “sagrada libertad”, son ya demasiados los sucesos de este tipo que han saltado a los medios de comunicación.

Hay una segunda cara del asunto que me parece igualmente grave y a la que raramente se hace referencia. Me refiero al destino de esas bolsas y botellas, a cómo queda esparcida toda esa basura por la ciudad, tarea que el cierzo se encarga de completar. Cómo esos jóvenes, que pertenecen a la generación con mayor acceso a la educación de este país, que conocen la problemática medioambiental con la que van a tener que convivir, y que seguro que se consideran ecologistas, dejan indolentemente los restos de su diversión sin preocuparse lo más mínimo. Toneladas y toneladas de basura. Chavales y chavales que hace dos días eran niños y que en la escuela participaban y colaboraban intensamente en las campañas de selección y reciclaje de residuos, que están plenamente informados y que seguro que en otros momentos mantienen actitudes más responsables, más de “sentido común”. Ese mismo que aparcan en cuanto se juntan con cuatro colegas. ·"Los adolescentes ya se sabe”, justifican algunos. Pero no, no se sabe, su derecho y su necesidad de rebelarse, de afirmarse y buscar una identidad propia no debe ir asociado a la falta de educación, al absoluto abandono de sus buenos hábitos y al respeto por la cosa común. Eso también es educación para la ciudadanía. Y tendremos que ir diciéndolo en voz alta sin temor a ser considerados lo que no somos.


domingo, 4 de octubre de 2009

HASTA SIEMPRE

Gracias, Mercedes. Nunca te irás porque tu voz queda.