viernes, 20 de marzo de 2009

De monstruos y monstruosidades


Hay monstruos como el de Amstetten que cometen monstruosidades inimaginables, prácticamente innombrables de tal manera que no creo que ninguna ficción haya sido capaz de crear personajes semejantes, ni siquiera aquella que se recrea en los aspectos más escabrosos y criminales de la condición humana. Sus desvalidas víctimas se limitan a su propio entorno y no cobrarían la relevancia que toman si no fuera por el despliegue mediático que, en gran medida, rozan la desvergüenza. A la gente no nos interesan los detalles ni cierto tipo de imágenes, sólo debería interesarnos la justicia, y la respuesta a cómo pueden pasar estas cosas ante las narices de un a sociedad culta y “civilizada”.


Hay otros monstruos que también se ceban en víctimas de su proximidad, que también cometen crímenes imperdonables y que, además, como en el caso de la joven de Sevilla cuyo cadáver todavía no ha aparecido, también despiertan el lado más sucio y morboso de los medios de comunicación. Por si fuera poco, los criminales confesos tienen la osadía de desafiar a todo un Estado, burlarse de la Justicia, provocar un despliegue innecesario de fuerzas de seguridad y un derroche de medios que luego se desvela basado en engaños. ¿Habrá pena en nuestro código penal para hacer justicia? De momento, no sé por qué no están revolviendo el basurero con sus propias manos un día sí y otro también...


Pero en el catálogo de monstruosidades hay muchas categorías. Hay otras que no concentran la atención de los medios más que de vez en cuando y casi siempre de manera aislada, pero cuyo montante de víctimas y desesperación se multiplica de forma exponencial. Y no están muy lejos, algunos llegan hasta las mismas playas españolas, o se encuentran escondidos en los bajos de nuestros camiones, ¿cuántos ahogan su silencio bajo las mismas aguas donde nos bañaremos este verano?.


Y la verdad es que tampoco encuentro otra palabra que no sea monstruosidad para calificar el discurso de un líder espiritual que ante una población diezmada por el SIDA y la miseria, pretende imponer su código moral por encima de las medidas más básicas y accesibles de protección frente al virus mortal.

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