¿Y si el problema de la despoblación comenzó por la falta de atención y
la constante discriminación hacia todas las mujeres de nuestros pueblos? Se
pregunta María Sánchez, la joven veterinaria que compagina vocación rural y
literaria. Y bien cierto es que, aunque el problema de la despoblación es muy complejo y hunde sus
raíces en la Historia de este país, si la cuestión de género no fue el
desencadenante principal, ha sido un factor clave desde la segunda mitad del
s.XX hasta ahora mismo.
Una obra que
reivindica la cultura de los pueblos, el trabajo y la sororidad de las mujeres
que lo habitan y se rebela contra el concepto tan extendido del vacío español. “No somos la España vacía. Somos un
territorio lleno de vida. De personas, de historias, de oficios, de
comunidades”, un territorio que tiene voz propia, que no necesita que nadie
venga de la ciudad para construirle el relato. “Muchos de nuestras abuelas y abuelos nunca fueron con la cabeza alta
por ser de pueblo. Esperaban que vinieran de afuera para aprender. Ellos
siempre los invisibles, los callados, los analfabetos… Ahora nos toca a
nosotras construir nuestra narrativa” Y a ello se aplica con entusiasmo
porque comparte el pensamiento de otra gran escritora de nuestro tiempo,
Chimamanda Ngozi Adichie, “el silencio es
un lujo que no podemos permitirnos”. Es una idea que le obsesiona y que
repite y explica reiteradamente a lo largo de las páginas, la necesidad de
escribir sobre el mundo rural desde dentro, porque se escribe mucho pero desde
la ciudad, cayendo en la idealización pero sin una preocupación seria, por
mucho que el tema esté de moda. Y su crítica alcanza también al feminismo y a
las instituciones. Al primero de ellos porque ha sido un movimiento
profundamente ciudadano, que ha olvidado a las mujeres de los pueblos, mujeres
que siguen a la sombra, en un medio rural diverso que no tiene una única cara y
voz. Se sorprende la autora de los colectivos que surgen en las ciudades
buscando como fin la comunidad, el intercambio de saberes o ayudas, la
sororidad, la creación de vínculos… olvidándose de que esas actitudes están y
han estado siempre presentes en los pueblos, en esas mujeres que mantenían la
puerta de su casa abierta, siempre pendientes unas de otras, cuidándose entre
ellas…”Siempre he pensado que lo radical
y lo realmente innovador sucede en nuestros márgenes. En nuestros pueblos. Lazos nuevos, tejidos que se crean, proyectos
rompedores, ideas maravillosas, asociaciones, colectivos … y las que están
detrás, mayoritariamente son las mujeres” Y al mundo institucional porque “es
urgente que la PAC implemente de una vez una perspectiva de género. Su
actividad no sólo es importante para los habitantes del campo, también la
necesitan los que viven en las ciudades. De ella depende que se mantengan
nuestros ecosistemas y que dejen de vaciarse de una vez nuestros pueblos”.
En una segunda parte del libro,
María fija la mirada en tres mujeres de su familia. Mujeres invisibles que sólo
comienzan a existir cuando se convierten en madres. Nunca existieron por sí
mismas, “siempre con ellos, detrás de o junto a” (¿os suena?) Seguro que si
cada uno de nosotros piensa en las mujeres de su genealogía no le resulta
difícil encontrar este perfil, mujeres a las que se les brinda voz una vez que
tienen hijos y a las que la autora reconoce en este momento de su vida.
Empezando por su tatarabuela Pepa, el alcornoque cuyas raíces sustentan la
familia, “una mujer, nacida entre 1860 y
1870, que llevaba la casa y tomaba las decisiones”. Ella era la cabeza y el
corazón. Su marido, las manos que nunca paraban de trabajar. Una madre que cada
noche "tenía que saber del trabajo de cada
hijo para irse a dormir tranquila. Que sabía reconocer perfectamente de qué
encina o de qué alcornoque estaban hablando sus hijos. Porque ella seguía allí,
con ellos, aunque no los viera ni los tocara". Y cuando leo esto no puedo
dejar de evocar la imagen de mi madre, en el otoño del 92, en la cama de un
hospital recordando todas las finquitas de la casa familiar, con sus lindes en
cada uno de los puntos cardinales y el nombre de los propietarios. Mujeres que
crecieron en simbiosis total con la tierra y sus frutos.
La segunda, es su abuela Carmen.
Una mujer que nació y creció en una casita con huerto, que desde pequeña tuvo
que ir sola todos los días a llevar la comida a los hombres que trabajaban en
el campo, una hora de camino a pie. Que no sabía escribir porque no fue a la
escuela pero que llevaba el huerto ella sola, sabía recoger las semillas,
secarlas, guardarlas… hacerlas germinar en el momento exacto, cuidar las
gallinas, arreglar las aceitunas, hacer conservas, dejar bien colocadas las
patatas en el desván, encalar las paredes, ir a la cooperativa y a sus olivos,
llevar las cuentas de la casa, criar los hijos … mientras el marido estaba
lejos, en la emigración… “Las manos de mi
abuela no saben de libros y cuadernos, pero sí del frío y de la tierra” ¿A
que también os suena? A mí me recuerda una vez más a mi abuela Manuela, que
tampoco sabía leer ni escribir pero, como tantas veces me han oído algunos, hablaba
francés porque había estado sirviendo al otro lado de los Pirineos. “Pertenecen al clan de las mujeres que
llevan una espigada clavada en el pecho.”
La última en la cadena de esas
tres mujeres es su madre, Carmen también, como la abuela. “Mi madre ha sido una completa desconocida para mí durante muchos años.
No quería parecerme a ella, no quería terminar como ella”. Parece mentira
que una autora tan joven sea capaz de expresar con tanta profundidad y rigor el
proceso al que a otras nos ha costado casi media vida llegar. Una madre a la que
describe con gran precisión como la “hija
de un hermano único. Todo para su hermano, nada para ella. No renunció, no
habló, no se quejó”. Mientras el hermano iba al colegio, ella caminaba
junto a su madre durante una hora al olivar familiar, después de dejar la casa
lista y la comida preparada. La historia de esta madre es la misma de tantas mujeres de este país que dedicaron su vida
entera a su familia, poniéndose ellas mismas en la última posición. A María,
enamorada de su pueblo, aunque no hubiera nacido en él, le enfadaba que su
madre le dijera que no le gustaba el campo, que no tenía ganas de ir al pueblo,
le costó entender que lo que para ella era libertad, contacto con la
naturaleza, con los animales que tanto adoraba, con sus raíces… para su madre
sólo significaba el recuerdo del trabajo y el sacrificio. Y en este punto a mí
me recuerda también la aversión que tenía mi propia madre a “ir a comer al
campo” y que ella justificaba con un argumento similar, estaba muy cansada de
llevar la comida a los hombres y tener que comer con ellos sentada en el suelo.
En el libro se explica muy bien cómo el relato de muchas mujeres con el medio
rural está a años luz de distancia del que han hecho otros hombres (cita a
Miguel Delibes y a Rodríguez de la Fuente). El género, la familia y las
circunstancias marca las distancias. Mientras unos contemplan, observan,
cuidan, cazan y disfrutan; otras trabajan sin descanso. Es por eso, apunta, que
no hay mujeres escritoras de esa generación que escriban desde y en el medio
rural. “Las mujeres del campo no podían
contar sus historias porque la mayoría no sabía escribir. Porque se les negó el
placer de la lectura, ir a la escuela, poder decidir a qué dedicarse, en qué
formarse. Se les negó la cultura por completo”. ¿Será por ello que las que
pudieron huyeron sin pensárselo dos veces? (Y con esto volvemos a la tesis
del principio, la clave de la despoblación).
Y cómo no copiar también letra
por letra el terrible y esperanzador
párrafo del epílogo de esta intensa y necesaria obra:
Nuestro medio rural morirá si no sabemos transmitir a los
que vienen su importancia y su cuidado. Y no sólo nuestro medio rural, sino
toda la biodiversidad que vive en él, nuestro pueblos, nuestras costumbres,
nuestras historias. Nuestra cultura, así, sin el adjetivo rural, porque es cultura y es de todos. Debemos aprender a mirar y
transmitir. Preguntar a nuestras abuelas, a nuestras madres. Dar importancia a
nuestras historias, a nuestras aldeas. Preguntar, contar, escuchar, cuestionarse
una y otra vez. Mirar más allá. Mancharse las manos de tierra Dejar que los que
vienen, los niños y niñas del futuro, se manchen también. Se empapen de tierra
y animales, de historias de sus mayores, darles la mano, que quieran visitar y
habitar una casa llena de raíces y patrimonio que aún está por construirse