Sólo por lo se que cuenta de La guerra de Henri Rousseau ya vale la
pena este libro, pero hay mucho más. La autora, escritora y crítica de arte, va
engarzando relatos en los que se intercalan sus propias vivencias con pinturas
y autores, desvelando aspectos de la obra y circunstancias vitales de la una y
de los otros. El resultado es una sucesión de capítulos, ligados entre sí a la
vez que independientes, de lectura deliciosa desde todos los puntos de vista,
literario, artístico, emocional… La amistad, las relaciones madre-hija, las de
los hermanos, la pasión, la deformidad, la guerra, la niñez, la vejez, las
modas, el lujo, la decadencia, la enfermedad… hasta los fenómenos paranormales
se presentan en asuntos que van de lo más íntimo y autobiográfico a lo
universal y atemporal. Consigue conformar uno de esos increíbles libros
aparentemente ligeros en forma, tamaño y fondo pero tan profundos y densos en
contenido.
La lectura me ha sacado de casa en más de una ocasión para ir a conocer a
in
situ algunas de los artistas y los museos que se alcanzaban desde esas
ventanas de papel.
Tampoco mucho porque
en eso de los viajes me pasa como a María Gainza,
“me digo que la
imaginación sigue siendo mi aliada y que con lo que tengo a mano mi mente se
entretiene de lo lindo”. Precisamente en estos días en los que hemos vivido
una nevada excepcional, yo también me he acordado de un cuadro, descubierto en
uno de esos viajes a propósito de un
libro. Es
El retrato de una joven de Nancy ante un paisaje nevado, de
Emile Friant, con el que me topé en la visita
al Musée de Beaux Arts de la misma ciudad, una imagen de gran belleza que, no
obstante, transmite una carga insoportable de melancolía y tristeza, que se me
antoja el efecto del peso de las convenciones sociales, la ausencia de
inquietudes vitales propias, la condena que le impone su género y su clase a la
joven modelo. Esa mirada que no mira me hiela el alma mucho más que el paisaje
nevado del fondo.
Siguiendo con El nervio…, en sus páginas desfilan los ciervos de
Dreux; las batallas de Cándido López; las ruinas de Hubert Robert; los gatos de
Fujita; La Mer orageuse y la
pasión de Coubert; los caballos y la fealdad de Toulouse-Lautrec; las
explosiones de colores en fusión de Rothko; el lujo excéntrico de la pianista
Misia Godebska, mujer de Sert; las selvas y, sobre todo, La guerra de
Henri Rousseau “le Douanier”; los retratos de Schiavoni y Victorica; …incluso
hay hueco para las estilizadas figuras manieristas de El Greco.
María, conocedora a fondo de todos ellos, les dedica algunas sentencias luminosas:
Coubert. “escupió la idea de la pureza porque lo que le interesaba era
crear cuadros que sobresaturaran los sentidos” p.67
Monet.“Creo que el arte que depende demasiado del subidón de un
descubrimiento inexorablemente declina cuando se logra dominar por completo”
p. 80
Rothko. En 1959 le confesó al periodista John Fischer que
su masterplan era “arruinarles el apetito a esos ricos bastardos con
pinturas que los harían sentir que no había escapatoria… Rothko había concebido
los murales del restaurante Four Seasons en el edificio Seagram de N.Y. como
una forma de exponer los trapos sucios de la sociedad norteamericana” p. 95
Henri Rousseau. “El mismo Picasso…
cuando tuvo que pintar su Guernica, se encerró en su taller a estudiar en
secreto La guerra de Rousseau” p. 116
El Greco: “Como se había ido de ahí (Italia) en pleno auge del
manierismo, vivió el resto de su vida pensando que ese era el estilo que aún
regía” p 140
Pero también el libro está trufado de referencias personales a tener muy en cuenta. Algunos ejemplos:
“Esa noche cuando me metí en la cama llamé a
Fabiolo y le pregunté en qué clase de vieja pensaba que me iba a convertir. Le
expuse las posibilidades: podía ser de las que cortan los hilos con la
realidad, como la vecina que saca a pasear el lampazo como si fuera un caniche;
o de las que se apagan tan despacio que un día mirás y solo queda el colchón hundido; o de esas odiosas a quienes
ni los gatos se les acercan; o de las bendecidas por la genética, que llegan
intactas a los noventa y se fastidian cuando olvidan alguna palabra tonta como
bastón o salero (…) a los quince proclamaba que quería morir joven, la idea me
parecía romántica y literaria, y llegar a vieja, anticlimático. Era una
adolescente cínica a la que le gustaba decir que la vida no era más que una
buena excusa para escribir cuentos. Desde entonces he cambiado de idea. Ahora
que he visto lo que fui, quiero ver lo que seré” pp. 134-135
Las reglas de la etiqueta (consejos de madre): “Frente a los demás uno
debe mostrarse en control. Mirá cómo se deslizan esos patos por el agua, tan
serenos y elegantes, mientras por debajo patalean como condenados” p. 131
Y consejos de su hermano mayor:“No entendés nada, nena. Limitate a interpretar cuadros porque
para leer a las personas sos de madera” p.151
Y una última cita, casi al final, que me viene como un traje a medida: “el
buen citador evita tener que pensar por
sí mismo” p. 151