¡Pierre Lemaître lo ha vuelto a hacer! (qué bien puesto el apellido). En esta ocasión, con la misma genialidad que en los dos títulos anteriores de la trilogía Los hijos del desastre, entrelaza personajes y situaciones en momentos cruciales del pasado reciente europeo en un relato conmovedor en grado superlativo.
“Un inmenso cortejo fúnebre,
convertido en el espejo de nuestras penas y nuestras derrotas”, reflexiona
Louise, la protagonista en medio del inmenso éxodo que ocupa las carreteras
francesas en dirección al Sur, huyendo de la ocupación nazi. Y ese es el marco en
el que se mueven todos los personajes de la historia que acabarán confluyendo
en el espacio y en las emociones.
“Confundidos, todos los ocupantes del autobús veían aquel vehículo como una metáfora del momento presente. Mientras el país hacía agua por todos lados, aquel autobús ciego avanzaba hacia un destino desconocido del que nadie tenía la seguridad de volver, abriéndose paso entre la masa de parisinos despavoridos que huían en la misma dirección”, otro párrafo memorable del libro que describe el momento histórico en el que se desarrolla el relato pero que es fácilmente trasladable a otros episodios de la más estricta actualidad.
Uno de los valores de la lectura y, especialmente, de
la buena lectura como es el caso es la transversalidad en el tiempo y en el
espacio de los asuntos humanos. La desinformación, las fake-news, la
desprotección de los débiles (“La costumbre gubernamental de no perdonar a
los más pobres la milésima parte de lo que se les permite a los más ricos ya
estaba bien arraigada, pero eso no quitaba que aquello resultara muy triste”,
se puede leer en otra página), la miseria humana que aflora en lo peores
momentos (“A medida que las tropas alemanas avanzaban desgarrando el país,
la solidaridad entre franceses había desaparecido, las relaciones se habían
endurecido y los intereses particulares se habían despertado y estaban más
vivos que nunca. El egoísmo y el cortoplacismo
imponían su ley y, si alguien los
experimentaba en sus carnes incesante y
dolorosamente, eran los extranjeros”)… lo peor de la condición humana recorren
las hojas de este libro pero también, cómo no, lo mejor: la ternura, la
solidaridad, la comprensión, la ayuda… el amor y, la picaresca, paradigmáticamente
encarnada en ese personaje hábil, escurridizo y engatusador que aparece y
desaparece de la escena en los momentos
precisos y con personalidades dispares pero que siempre responde al mismo nombre de pila “Buscaron
al padre Désiré por todas partes, pero fue en vano. Nunca más lo volvieron a
ver. A última hora de la tarde, Fernand descubrió que su macuto también había desaparecido”
Es el final más acorde posible con este personaje recurrente que nos permite terminar
la lectura con una sonrisa que, a pesar del desastre generalizado, hemos estado
a punto de esbozar en otros pasajes en los que siempre aparecía el mismo individuo en sus múltiples roles.
Y es en las últimas páginas cuando el maestro
(le maître), además de aliviarnos con humor del peso de las penas que ya nos anuncia desde la portada, también
nos devuelve a la realidad del suelo que pisamos, dirigiéndose a nosotros, los
lectores, como interlocutores directos, en una traslocación repentina de personas en la escritura que evoca ciertas
lecturas clásicas y termina de introducirnos definitivamente en la trama.
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